Él y sus súbditos bajaron corriendo las escaleras de la torre en la que se encontraban. Sus pasos eran lentos, pues la gordura del Consejero impedía que sus lacayos se movieran con rapidez; acostumbraba a ir sentado en un asiento, llevado a hombros de cuatro varones vírgenes.
Al llegar a la plaza de la torre, ya se oían el ruido de las armaduras y los gritos de dolor. Apremiados por la situación, decidieron: